Cuento

UNAS ROSAS SIN JARRÓN



Era la época del imperio de la bota militar, los presidentes alineaban su política con el mando canallesco de la dictadura ejercida por la fuerza bruta. La Universidad Nacional, cuna del pensamiento libertario de un país sometido al yugo de la ignorancia, fue cerrada por seis meses en un año, recién empezaba un semestre y se agitaban las protestas sofocadas por las tropas que desalmadamente arrasaban con todo, protestantes, curiosos, juiciosos y hasta revoltosos. Y así igual al semestre siguiente, ajustando un año perdido para quienes tanto necesitaban estudiar y sobre todo graduarse.

Los mismos procedimientos amañados para elegir dignatarios, llevaron al poder a un hombre vulgar, déspota y mafioso, según dicen los investigadores. Lo azotaron los guerrilleros cuasi urbanos, hicieron fiestas en sus propias narices y desplegó toda su osadía pérfida en demoler a los que llegaran a caer es sus manos.

Fue en esa época que se encontraba Gregorio iniciando sus estudios superiores en una Universidad de garaje grande, había claudicado en su intento de hacerlo en la Universidad Nacional porque coincidió su paso por allí con los cierres indeterminados y abrumadores.

La jornada nocturna se antojaba una opción colindante con la libertad de los que tienen otras responsabilidades diferentes a estudiar, de hecho era una población muy ajena a los jovencitos de la jornada diurna: más madura y enfocada. Allí experimentaba otras sensaciones, empezando por terminar la jornada a las diez de la noche, hora en que ningún joven acomodado desearía estar estudiando.

Su afán de amistad lo había llevado a estudiar de noche con los necesitados, su amigo tenía la aspiración de trabajar en el día. Una noche de esas salieron a la Avenida Caracas a buscar el transporte que los llevaría a descansar, pero no había vehículos, a pocas cuadras habían quemado un carro en plena intersección de vías y estaba el tráfico detenido y desviado.

La curiosidad, madre de todo saber, los llevó hacia la hoguera que se elevaba majestuosa, era como un aquelarre al que no habían invitado. Nomás dieron los primeros pasos cuando vieron disparado hacia ellos un camión que se conocía como "jaula", negro, todo encerrado, con una claraboya para que un policía se asomara por ésta para dirigir la operación rastrillo.

El susto fue tenaz, y se prendieron las alarmas para correr a ponerse a salvo, otra primípara como él que los acompañaba se cayó porque usaba unos zapatos de plataforma que disminuían las distancias con las alturas, pero no con el piso. Gregorio le dio la mano para garantizar que no cayera de nuevo y siguieron corriendo, sin mucha esperanza de evadir la tropa que dejó salir la jaula.

Se refugiaron en un café, pero el mechudo con pinta de revoltoso no se escapó de ser detenido y a la jaula fue a parar. Allí la vio gris, ya había otros detenidos y quedó dando el frente al energúmeno vigía que se asomaba por la claraboya por ratos y en otros momentos volvía a mirar dentro y lanzaba patadas hacia la masa de indefensos detenidos. Sin dudarlo Gregorio se abrió paso hacia atrás con los codos, pero no terminó así su angustia, quedaba su cabeza descubierta por ser de talla superior a los demás.

Superadas sin daño las cuadras de recorrido hacia el sitio de detención, los hicieron bajar en fila recibidos por policías que de manera intimidante los desafiaban con algún comentario. A Gregorio de dijo uno de ellos que si la chaqueta que llevaba puesta se la había regalado la mami y como se correspondía con la verdad y la estaba casi estrenado le respondió mirándolo a los ojos que sí, suficiente respuesta para que no lo olvidara. ¡Si lo hubiera sabido!

Esa noche recogieron como a doscientas personas, la pasaron a la intemperie en un patio amplio colindado por edificaciones de una comisaría importante. La chaquetica cumplió su cometido de Trenca, sirvió de cama y cobija de esa larga noche. A la madrugada pasaron los policías por las hileras de presos haciendo un reconocimiento de los identificables por haber sido detenidos en flagrancia. La Trenca volvió a servir de señuelo y lo escogieron a Gregorio por ser hijo de mami.

Se fueron todos para sus casas y un puñado de no más de veinte quedaron en dos habitaciones con piso de madera y ventanas altas que daban a la calle y permitían la entrada de luz. Era la prisión improvisada para confinar a los chivos expiatorios de los disturbios ocurridos en la noche. Había mucha inquietud entre los inocentes, representantes de todos los estratos, uno de ellos, al más pobre de todos, lloraba inconsolable preocupado por su destino y el de su mamá, ya se consideraba encarcelado.

Hubo mucha solidaridad de amigos y parientes, la acera que daba a la puerta de la Comisaría se mantenía congestionada con los dolientes, Gregorio que era un nómada perdido en su misma tierra solo contaba en esa muchedumbre con la luz que desprendía su amada novia, quien no volvió a clases de la universidad durante esa semana. Ella se preocupaba porque sabía que era una época en la que se desaparecían los detenidos.



Gregorio ajeno a todas las circunstancias solo se ocupaba de darle moral a sus fortuitos compañeros, algunos de ellos quebrantados al punto de la lástima. Salió dos veces, una para entrevistarse con el jefe de la comisaría y su mamá, quien había venido a dar testimonio que se trataba de un error absurdo el cual debía ser subsanado de inmediato soltando a su hijo, palabras que acompañó de un golpe sobre la mesa que hizo volar la piedra del anillo, por supuesto sin algún resultado favorable.

La otra oportunidad fue para intercambiar palabras, que no besos, con su novia que inquieta le reclamaba porque no quería cambiarse la Trenca, por un bonito suéter de líneas horizontales de vistosos colores. Gregorio no quería hacerlo en cumplimiento de una disposición de sus captores, pero ella fue más influyente y le advirtió que realizarían una rueda de presos.

El resultado de esa amorosa intervención fue que el enamorado de la Trenca no pudo reconocer a su víctima ahora cubierto de vivos colores y así Gregorio no fue uno de los cuatro elegidos para ir a la Cárcel Distrital por seis meses, tan inocentes como él, pero tal vez menos afortunados en el amor.

No fue la única vez que la mona ojiazul novia de Gregorio, le salvó la vida, y en esta segunda oportunidad lo más seguro es que la afirmación sea literal y en plural. Un mediodía hacia la mitad de la larga semana la esquina de la Comisaría se desocupó, tal vez la monotonía de los sucesos llevó a todos los acompañantes a tomar un frugal almuerzo. Pero ella ahí seguía de guardia cuando les avisaron a los detenidos que debían tomar un bus.

El bus tomo las vías capitalinas hacia el norte y la mona lo seguía en un taxi, llegaron a los Batallones de Usaquén, cuya entrada quedaba al frente de unas elegantes Casas Fiscales y se detuvo a esperar le dieran la autorización para seguir con su cargamento humano. La novia de Gregorio sin perder tiempo les solicitó a los detenidos algunos números de teléfono para avisar y fue efectivo, al momento se volvió a llenar el sitio con los dolientes que volaron e impidieron con sus contactos que el ingreso de diera.

Y es que allí quedaban las famosas caballerías adonde eran conducidos los detenidos políticos para que confesaran sus delitos con el incentivo de la tortura, ocurriendo muchas veces que se morían o desaparecían sin dejar huella.

Volvieron a su cautiverio de estrato seis, mantenido gracias a las influencias de algunos. Allí permanecieron por una semana, al cabo de la cual las influencias de los Procuradores civil y militar nacionales y del Ministro de Justicia en ejercicio, pudieron más que la amenaza surgida en los diarios que se aplicaría por primera vez a los terroristas el Estatuto de Seguridad recién divulgado por el gobierno de turno. Atendió a Gregorio un juez militar en los batallones de la Picota a las siete de la noche para darle su libertad.

Salió exhausto de la agotadora jornada y llegó corriendo a refugiarse en su apartamento de soltero, compartido por un amigo que confundido por la situación había vivido en ascuas la detención de su compañero de vivienda. Al llegar Gregorio encontró de bienvenida una docena de rosas en una cafetera vieja que hacía parte de su escasa batería de cocina. Se refugió en la quietud de su soledad, como un oso invernando, no quería que alguien le hablara, estaba en un cansancio inenarrable.

Con los años Gregorio se curó un poco de su angustia al cruzar con un policía. La detención carcelaria tal vez hubiese sido su muerte.



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